6.3.07

Octavio Paz sobre Ortega y Gasset

En diciembre de 1980 Octavio Paz publicó en Vuelta un ensayo sobre José Ortega y Gasset, recordando el 25 aniversario de su muerte. Lo tituló "El cómo y el para qué." Concluye con el bosquejo de un retrato y un recuerdo:

A pesar de su afición al mundo germánico y sus brumas, Ortega y Gasset era, en lo físico y en lo espiritual, un hombre del Mediterráneo. Ni lobo ni pino: toro y olivo. Un vago parecido -la estatura, los ademanes, el color, los ojos- con Picasso. Con más derecho que Rubén Darío podría haber dicho: “aquí, junto al mar latino/ digo mi verdad.. .” Me sorprendió el llamear de su mirada de ave rapaz, no sé si de águila o de gavilán. Comprendí que, como la yesca, se encendía con facilidad, aunque no por mucho tiempo. Entusiasmo y melancolía, los dos extremos contradictorios del temperamento intelectual según Aristóteles. Me pareció orgulloso sin desdén, que es el mejor orgullo. También abierto y capaz de interesarse por el prójimo. Me recibió con llaneza, me invitó a sentarme y ordenó al mesero que sirviera unos “whiskies“. A sus preguntas, le conté que vivía en París y que escribía poemas. Movió la cabeza con reprobación y me reprendió: por lo visto los hispanoamericanos eran incorregibles. Después habló con gracia, desenvoltura e inteligencia (¿por qué nunca, en sus escritos, usó el tono familiar?) de su edad y de su facha (de torero que se ha cortado la coleta), de las mujeres argentinas (más cerca de Juno que de Palas), de los Estados Unidos (quizá allá brote algo, aunque es una sociedad demasiado horizontal), de Alfonso Reyes y sus ojillos asiaticos (sabía poco de México y ese poco le parecía bastante), de la muerte de Europa y de su resurrección, de la quiebra de la literatura, otra vez de la edad (dijo algo que habría estremecido a Plotino: pensar es una erección y yo todavía pienso) y de no sé cuantas cosas más.

La conversación se deslizaba, a ratos, hacia la exposición; después, hacia el relato: anécdotas y sucedidos. Ideas y ejemplos: un maestro. Sentí que su amor a las ideas se extendía a sus oyentes; me veía para saber si le había comprendido. Frente a él yo existía no como un eco: como una confirmación. Comprendí que todos sus escritos eran una prolongación de la palabra hablada y que esta era la diferencia esencial entre el filósofo y el poeta. El poema es un objeto verbal y, aunque esté hecho de signos (palabras), su realidad última se despliega más allá de los signos: es la presentación de una forma; el discurso del filósofo se sirve de las formas y de los signos, es una invitación a realizarnos (virtud, autenticidad, ataraxia, que sé yo). Salí con la cabeza hirviendo. Lo volví a ver la tarde siguiente. Lo acompañaba Roberto Vernego, un inteligente joven argentino que fue su guía en Suiza y que conocía bien la filosofía alemana y la francesa. Salimos a pasear por la ciudad, Roberto nos dejó y Ortega y yo caminamos un rato, de regreso a su hotel, por la orilla del río. Ahora sí se oía el estruendo del agua cayendo en el lago. Empezó a soplar el viento. Me dijo que la única actividad posible en el mundo moderno era la del pensamiento (“la literatura ha muerto, es una tienda cerrada, aunque todavía no se enteren en París”) y que, para pensar, había que saber griego o, al menos, alemán. Se detuvo un instante e interrumpió su monólogo, me tomó por el brazo y, con una mirada intensa que todavía me conmueve, me dijo: “Aprenda el alemán y póngase a pensar. Olvide lo demás”. Prometí obedecerlo y lo acompañé hasta la puerta de su hotel. Al día siguiente tomé el tren de regreso a París.

No aprendí el alemán. Tampoco olvidé “lo demás”.

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